¿Dónde vas vestida así?” Esa pregunta aún resuena en mi cabeza de tantas veces que la he escuchado. Y todavía a día de hoy, que ha pasado tanto tiempo, consigue ponerme los pelos de punta. Mi cuerpo reacciona con nervios y miedo. Aún hoy, que ha pasado tiempo.

Desde que soy bien joven me ha gustado arreglarme para salir a la calle. Me daba igual dónde fuera, al colegio, al instituto, a la facultad o a trabajar, o de fiesta con las amigas. Siempre me he arreglado. Me gusta vestir bien. Sentirme guapa. Mi madre me inculcó todo esto. Y todas mis amigas son igual que yo. En mi entorno el cuidado personal es algo de lo más natural y normal.

Iba a la peluquería de manera regular, me hacía la manicura y la pedicura. Cuidaba mucho qué ropa me ponía. Hacía una selección del tipo de vestimenta que llevaba a trabajar o la que salía de fiesta. Incluso para estar en casa, aunque fuera cómoda, no me gustaba ponerme cualquier cosa. “Por el hecho de estar en casa, no significa que vayas de cualquier manera, como si fueras una andrajosa. Se puede estar en chándal, pero bien” Esta es una de las frases favoritas de mi madre.

Con mis amigas fuimos a un curso de automaquillaje para aprender a pintarnos y sacarnos todo el partido posible. Allí nos enseñaron qué colores usar por las mañanas o por las noches. Cómo se debe de ir a una fiesta, a trabajar. Cómo ser más sutil o más atrevida, según nos apeteciese a nosotras. Yo disfrutaba de esa manera.

Pero todo empezó a cambiar el día que le conocí a él y me enamoré. Al principio estábamos bien y no pasaba nada. Pero poco a poco empezó a decirme “¿dónde vas así?” Me ponía mala cara y se negaba a darme un beso o un abrazo sino me cambiaba. Así empezó toda mi espiral.

Me acostumbré a oír “vaya pintas que llevas”, “te parecerá bonito, vestida así te mira todo el mundo”, “me dejas en ridículo”, “pareces una cualquiera”. Todo esto acompañado de sus desplantes, de sus malos modos, tonos agrios y despectivos. Seguido de besos, abrazos y buenos tratos cuando yo hacía lo que él quería. Cada vez que dejaba de pintarme, de ir a la peluquería o me cambiaba de ropa, él venía y me daba un abrazo. Me decía lo mucho que  me quería, que todo lo hacía por mi bien. Lo peor de todo es que yo le creía.

Mis amigas, mis padres, mi hermano. Todo el mundo me decía que estaba cambiando. Que había dejado de ser yo. Que ya no me reconocían. Me repetían una y otra vez que él no era bueno para mí. Que eso no es Amor. A eso le llaman control, posesión. Y yo no hacía más que negarlo. Le excusaba diciendo que a veces iba muy llamativa y que es normal que no le gustase.

Así un día y otro día. Mes tras mes. Mi espiral era esa, evitar a toda costa que él se enfadara conmigo. Que no dejara de quererme.

Hasta que un día al ir a trabajar y abrir el armario para vestirme, me di cuenta que pensando en lo que a él le gustaría, no tenía nada que ponerme. Tan solo unos pantalones y una chaqueta. Me lo puse. Fui hacia el espejo, y al ver lo que este me reflejó, caí al suelo y empecé a llorar sin poder parar. Acababa de darme cuenta de todo. No podía seguir así. Tenía que romper con él. Pero me daba miedo, no sabía cómo hacerlo.

Llamé a mi hermano que vino a buscarme enseguida y me llevó a casa de mis padres. Él se encargó de todo. Cambió la cerradura de mi casa, hizo mis maletas y me llevó toda la ropa que había en el armario. Fue al baño, y como pudo, cogió mis pinturas, mis coloretes, todo. Pensó que podía volver a hacerme falta. Iba a pasar una temporada larga en casa de mis padres.

Después me acompañó para que me sintiera segura a la hora de romper con mi novio. Cómo podrás suponer no se lo tomó muy bien. “¡Seguro que vuelves conmigo, porque sin mí no eres nada!” “¡Quién te va a querer vestida de esa forma!” Estas y otras lindezas fueron las que me dijo ese día. Pasado un tiempo cambió de estrategia, me prometió que iba a cambiar, que podría vestir cómo yo quisiera. Las últimas llamadas que me hizo, las atendía mi padre o  mi madre. Al final tuve que cambiar de número de teléfono.

Tomé la decisión más importante, dejarle. Me refugié en mi familia y amigas, y también en el trabajo. Pedí ayuda profesional para poder recuperarme mejor, y salir fortalecida de todo.

Ahora ya soy capaz de salir sola a la calle, de ir de cena con mis amigas, de vestirme casi cómo yo quiero. Aún me queda un tiempo para poder volver a ser la de antes, pero sé que llegará. Estoy convencida de volver a pisar fuerte.

-Ruth Fernández-

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